En estos tiempos en los que los programas presentando a jóvenes que no le pegan un palo al agua y que no hacen más que endrogarse a lo largo del día se han convertido casi en un género televisivo de pleno derecho; cosa perfectamente comprensible por otra parte, la posibilidad de mandar a un becario con una cámara barata a un botellón, a un hogar disfuncional o a un control de alcoholemia es increíblemente barata, y los dilemas morales que plantea no suelen afectar a la cara de hormigón armado de los productores televisivos de este país. Bueno, que como iba diciendo, ahora que según la TV los jóvenes son más drogadictos que los niggras de los projects de Baltimore, me he acordado de una bonita anécdota (casi una fábula) que un compañero de primeros años de carrera tuvo a bien contarme. El colega en cuestión se llama Juanillo, y a partir de tercero cuando decidió abandonar la carrera le perdí la pista, una pena porque anda que no organizábamos juergas cojonudas (si llegas a leer esto un saludo y perdona si tergiverso algo). La historia es en concreto la vivencia real que tuvo un compañero suyo en tiempos adolescentes, y es sin duda un hermoso relato de amor paterno-filial, si más preámbulos, ahí va:
Una del mediodía, nos encontramos en un pintoresco pueblo riojano, no demasiado grande, tampoco demasiado pequeño, lo justo para hacer sentir cómodos a sus habitantes. Nuestro protagonista abre los ojos, a pesar de la molesta resaca que rebota en los límites de su cabeza, está contento. Hoy cumple dieciséis años y a pesar de que últimamente ha dado unos cuantos disgustos a su familia (lleva repitiendo curso dos años y es consciente de ser más vago que la chaqueta de un guardia), sabe que sus padres le quieren, y que tendrán algo preparado para él. Así que baja a la cocina, se encuentra a su amante madre preparando la comida, esta le da dos besos y le felicita efusivamente. Nosotros, meros espectadores, nos fijamos en un leve rictus en el semblante de la madre, como una sonrisa aviesa; nuestro protagonista, por desgracia, no lo hace: una noche de porros y cubatas le ha dejado las capacidades cognitivas levemente tocadas. Entra su padre, con una amplísima sonrisa (quizás demasiado amplia) y con los ojos brillantes (quizás demasiado brillantes), abraza a su hijo y pronuncia las siguientes palabras:
-Bueno hijo mio, como ya te estas haciendo mayor, tu madre y yo hemos pensado un regalo adecuado para ti, te lo hemos dejado en el garaje
Ante estas declaraciones la reacción de nuestro protagonista solo puede calificarse de entusiasmada:
-¡Hostia! ¡Hostia! ¡Me habéis comprado la moto! ¡Me habéis comprado la moto! ¡De puta madre! ¡Os quiero, sois los mejores padres del mundo!
Sin saber lo peligrosamente cierta que es la última frase pronunciada por nuestro protagonista, este se arroja escaleras abajo, deseoso de acariciar su sueño de dos ruedas, pensando los usos que le va a dar (flipar con los colegas, ir a comprar costo, impresionar a las muchachas). Llega al final de las escaleras, abre la puerta y contempla ensimismado el regalo que le han hecho sus progenitores.
Una azada y una sulfatadora nuevas y relucientes recién compradas. Nuestro protagonista, con dieciséis años recién cumplidos, comprende que se abre una nueva etapa de su vida y que a partir del lunes siguiente va a ir a trabajar al campo con su padre todos los días. Su sonrisa congelada, reflejo de su cerebro congelado, nos muestra que por fin ha comprendido la verdadera dimensión del amor que sus padres sienten por él. Mientras, una dulce canción comienza a hacer compañía a la resaca (que ahora resurge como un águila alzando el vuelo) en su pequeña cabecita.
Esta es el bonito relato que quería compartir con vosotros hoy, mientras me lamento de que no existan ya casi padres que quieran a sus hijos lo suficiente como para mandarlos "¡A cavar Zanjas!". Es una lastima, porque de seguir así no sé que nos deparara El Futuro.